OPINIÓN. Berja y la Puerta de Alcalá

Víctor Martínez, concejal del PSOE en Berja

Cuentan las crónicas que Carlos III, a su llegada a Madrid para tomar posesión de la Corona de España, hizo entrada en la ciudad por la antigua Puerta de Alcalá, abierta en las murallas de la Villa desde 1625. El rey, procedente de Nápoles, no encontró de su gusto la citada puerta, construida en tiempos de Felipe IV. Por ello mandó derribarla y construir en su lugar una nueva puerta más monumental, a modo de arco de triunfo, lo que dio lugar a la actual Puerta de Alcalá. Era 9 de diciembre y llovía. El pasaje histórico fue recreado, incluso, en una conocida canción de 1986 -”La Puerta de Alcalá”, de Ana Belén y Víctor Manuel-: “Una mañana fría llegó/Carlos III, con aire insigne/se quitó el sombrero muy lentamente/bajó de su caballo/con voz profunda le dijo a su lacayo:/Ahí está, la Puerta de Alcalá”. El origen, pues, de la actual Puerta de Alcalá está en el mero capricho de un nuevo rey que decide, un día cualquiera y sin encomendarse a dios ni al diablo, reducir a escombros la puerta antigua para construir una nueva a medida de su gloria como monarca. Por supuesto, fue el mismo Carlos III quien encargó y supervisó los proyectos de la obra al arquitecto Francisco Sabatini. La voluntad de un rey absolutista, ilustrado, pero absolutista y despótico, se constituye así en razón y guía única y última de lo que se hace y se deshace.

Llegando a nuestros días, Carlos III ha encontrado en Berja un discípulo imprevisto en la persona de su alcalde, D. Antonio Torres. Una mañana fría de enero, D. Antonio salió de su despacho en la Casa Consistorial y bajó la monumental escalinata de piedra hasta la calle. Allí, acompañado de algún lacayo de su corte y al modo del monarca antes citado, decidió que es su real voluntad acometer una reforma completa de la centenaria y emblemática Plaza de la Constitución de Berja. Y sin más preámbulos, que no son necesarios para gente de su posición, fue dando indicaciones de los detalles de tal reforma, explicando a cuantos viandantes y curiosos se acercaron la naturaleza y alcance de la obra. Se dio la circunstancia de que pasaba por allí -se entiende que casualmente– el cronista oficial de la corte. No dudó en hacerse eco de las indicaciones de D. Antonio acerca de las bondades de la reforma, haciendo saber posteriormente a la ciudadanía de Berja que “los técnicos municipales ya ultiman las mediciones sobre el terreno antes de proceder a la remodelación de la Plaza de la Constitución. Una reforma integral que ‘lavará’ la imagen de este emblemático espacio que apenas ha sufrido cambios en los últimos años”. La información, lamentablemente, es inexacta. No existe en las dependencias municipales ni siquiera un proyecto de obra o una memoria valorada de su coste, ni dotación presupuestaria para ejecutarla en el presupuesto que acaba de aprobarse, ni procedimiento administrativo en marcha para su adjudicación. Nada. Sin embargo, D. Antonio hizo saber al cronista que “en febrero está previsto que comiencen las obras para levantar toda la parte central de la plaza, retirar el arbolado y resto de mobiliario público”, que ya tendrá él en mente su particular Sabatini y algún constructor de confianza. Al fin y al cabo, ¿qué son estos impedimentos burocráticos ante la real voluntad de D. Antonio? ¿Para qué queremos a tanto escribiente y maestro de obras en el Ayuntamiento, sino para hacer realidad sus deseos en el momento en que los tenga? ¿Para qué pagan tributos los ciudadanos de Berja si no es para satisfacer los delirios de grandeza de D. Antonio Torres? ¿Acaso no es digno él de remodelar su ciudad a medida de su capricho, como hiciese Carlos III, alcalde que fue de la Villa y Corte? ¿Tiene él algo que envidiar, en despotismo, al monarca que fue el paradigma español del Despotismo Ilustrado? ¿Hace falta ser ilustrado para compararse con Carlos III? Seamos serios que el asunto lo requiere. Puede que la condición de ilustrado no sea la que más luce en D. Antonio Torres. Pero si hablamos de despotismo, va sobrado.